Llevaba tiempo sin asomarme a
este balcón, no por falta de tiempo, sino de interés por lo humano y en sobre manera
lo mundano. Ya se sabe, ese hartazgo que nace de la opípara mesa donde uno yace
sus carnes, amodorrado a la teta, mamándola y estrujándola al calor de la
lumbre. O algo así.
Pero ayer, brusca y
dolientemente, salí de mi ensoñación, y del cobijo que me había parapetado a lo
largo de esta ausencia, pues había dispuesto un foso amplio y hondo para que no
me afectara las corruptelas del poder, que en lugar de Cortes, más parece un
teatro de títeres sin cabeza. Otro foso, de iguales medidas, venía detrás para
no ver la miseria del mundo: esa hambre que como un zaratán se come al hombre,
porque el hombre no tiene que comer. Entrambos una valla más alta que las
fronterizas para no dejar pasar las histriónicas aventuras del “petit” carambolista
y sus mecenas. El circo y sus cirqueros de populistas, populacheros y
populosos, que ahora, incluso en Ferrol e hijuelas se adentran en busca de una
tajada que llevar a su zurrón. Porque seamos realistas, terriblemente realistas:
¡qué jugada de póquer que se lleva la mano: el trío de pa[-b]los!
Y ayer, ¡dita sea!, salí de mi
burbuja pétrea para, como jarro de agua fría, revolverse mis tripas.
Un aire frío, como el ronroneo de
un gato en celo, rozó la ventana. Primero, un leve roce. Luego un puñado de
gravas, como ridículas salpicaduras de granizo sobre el cristal opaco, y por
último, el jarro, un empellón de aire sucio con ese característico hedor a
mierda, sudor y sangre, forzaron el cierre, y traspasaron el alfeizar
golpeándome en la cara. O sea, ese jarro de agua fría que me revolvió las
tripas.
Tan fría como el agua de la
balsa, donde ese pequeño de tres años flotaba panza abajo, en el Roicón de la
Victoria, allá donde la Playa de la Cala del Moral, cuyo nombre, moral, ha
perdido ya para siempre su decencia. Decencia y valentía, de ese joven de
Tafalla, en Navarra, que a sus diecisiete primaveras, le echó los restos, y por
defender el honor de una dama, fue muerto y sepultado por otros dos cobardes… (Permítanme
una pausa).
Cobardes, siniestros e inhumanos
terroristas asesinos que hacen del terror un estado… Y por un estado, el de la
paz, murió un soldado, de esos de las Españas, de esos de pobre soldada, y
fiera mirada, de tercios y honor que ronda desde las tierras de la Mariña
Lucense a las cálidas tierras del Levante, del frío de los Pirineos a las
desérticas arenas del Norte de África. Del mar de hombres en Finisterre a la
Mancha. De Tafalla a Roicón, pasando por
Cerro Murciano.
Y así, de golpe pero sin
traición, la venda que tapaba mis ojos voló. No valió de nada el lazo apretado,
porque la realidad siempre te asalta, te invade, te engulle y te devuelve
masticado, y oliendo a vientre.
El refrán en su sabia condición
lo deja claro. No hagas nudo que no deshagas. Que el tiempo, o Dios, o el azar,
o los tres ponen a todos y todo en su lugar. Sino que se lo digan al “Carnicero
de Plaszow”, que estará ardiendo en los infiernos, sabiendo que su sangre ahora
corre por las venas de una joven negra: Jennifer Teege. (Artículo “La
nieta negra del sádico criminal nazi…” de Sal Emergui para El Mundo)